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NUEVA YORK. El olor a ceniza, el resplandor de los helicópteros en mitad de la noche, los ojos de los muertos observándonos desde las calles empapeladas con sus fotos. Eso es lo primero que se viene a la memoria de cualquier neoyorquino que viviese en el apocalíptico Nueva York del 11- S, una ciudad fantasmagórica que parecía herida de muerte. Los números arrojan luz sobre la dimensión del ataque más allá de los dramas personales, pero también sobre la milagrosa recuperación que solo pudo ser posible en la primera economía del mundo.