MÁS ALLÁ DE LA BATALLA
Por primera vez una reportera española entra en el corazón del ejército estadounidense
“Es una narración excelente sobre todo lo que ocurrió y tan real que se puede oler la fealdad de esa guerra”.
Tony García, médico militar adjunto al batallón de marines con el que viajaba la autora.
“Mercedes Gallego nos introduce en la gran tragedia que significa una guerra, cualquier guerra”
(La Opinión de Málaga)
“Una mirada inquieta y un espíritu ejemplar”
(Revista Emprendedores)
“La experiencia en primera persona es, quizás, la más poderosa e interesante dentro del abanico de publicaciones entorno a la guerra”
(Revista DeLibros)
“Si el Pentágono esperaba que los reporteros cantaran las hazañas de los marines y los presentaran como los héroes liberadores del pueblo iraquí, con Mercedes Gallego se equivocaron”
(Faro de Vigo)
Ficha Técnica:
Mercedes Gallego, 2003
Ediciones Temas de Hoy, S.A. (T.H.), 2007
Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid (España)
Nº de páginas: 361
Tamaño: 12.5 x 9 cms
Cubierta: Color
Idioma: Español
Primera edición de bolsillo
ISBN: 978-84-8460-577-5
ESPAÑA
Precio: 7.95€
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EEUU
Precio: $10
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“Testimonios de actualidad que consiguen estremecer al mundo”
Marc Andreu, (El Periódico de Cataluña)
“Un libro para quienes sienten aquella catástrofe como una herida en carne propia”
Tomás Ruibal, (Diario de Pontevedra).
“Nos encontramos con un libro atípico y un poco a contra corriente”
J.P. Yániz (ABC)
“Más allá de la batalla nos acerca a temas tan polémicos como el de la marginación y acoso sexual que sufren las mujeres marines y tan duros como el de la muerte de sus compañeros periodistas, José Couso y Julio Anguita Parrado, a quien dedica el libro”
(Pronto)
“Por primera vez una española entra en el corazón del Ejército de los Estados Unidos. Este libro relata el extraordinario testimonio de la corresponsal de El Correo, que atravesó el desierto iraquí con un batallón de marines y que vivió en directo la guerra emprendida para derrocar a Sadam Husein”
(Diario Córdoba)
“Mercedes Gallego es una especie de Lara Croft, pero en Andaluz”
Núria Navarro (El Periódico)
“Mercedes Gallego cuenta de primera mano los sufrimientos y la aventura de una guerra feroz”
(El Correo Gallego)
“Mercedes Gallego ha cruzado su particular delgada línea roja”
Rubén Vinagre (La Rioja)
“Si el Pentágono esperaba que los reporteros cantaran las hazañas de los marines y los presentaran como los héroes liberadores del pueblo iraquí, con Mercedes Gallego se equivocaron”
(Faro de Vigo)
“Hay muchas lágrimas en las memorias de la guerra iraquí que están siendo publicadas por los corresponsales españoles. Y, sin embargo, ninguno de ellos lamenta haber estado allí”
Javier Valenzuela (El País)
“Certera y profesional, así es la autora de Más allá de la Batalla, un libro que nos acerca a Irak. La historia de Mercedes Gallego está ligada a la nuestra detrás y delante de la pluma y la pantalla, tan cerca y tan lejos, sola entre los marines en plena guerra de Irak. Una mirada inquieta y un espíritu ejemplar”
Marianela Nieto (Revista Emprendedores)
“La experiencia en primera persona es, quizás, la más poderosa e interesante dentro del abanico de publicaciones entorno a la guerra”
Marta Borcha (Revista DeLibros)
“Mercedes Gallego describe en Más allá de la Batalla cómo funciona por dentro el Ejército más poderoso del mundo, cómo actúa “el corazón de la bestia”, y revela los casos de irresponsabilidad que fueron escondidos por parte de los mandos del Ejército”,
Marta Borcha (DeLibros)
Mercedes Gallego nos introduce en la gran tragedia que significa una guerra, cualquier guerra”
(La Opinión de Málaga)
“Tuvimos que pasar por la macabra preparación de escribir nuestro grupo sanguíneo en el casco, el chaleco y la bota izquierda. Nos colgamos del cuello las llamadas chapas de perro, que nos sugirieron los militares. Una, para que se la lleve quien te encuentre y pueda reportar que estás muerto. La otra, para que se quede con el cuerpo y se pueda identificar el cadáver. Las mías volvieron conmigo a casa colgadas del cuello. De las de Julio no quedó nada. “Probablemente se fundieron”, me dijo el mayor Michael Weber cuando pregunté por ellas. Como todos sus sueños en el fragor de una guerra absurda de la que he sido testigo.”
“A Julio, mi compañero del alma. Ojalá que fueras tú el que estuviera escribiendo este libro. Ojalá que hubieras podido ver cuántos te siguieron y cuántos te querían. Ojalá que estuvieras aquí y que nuestras vidas pasaran tan desapercibidas como antes de que empezara esta pesadilla.”
“Con mi agradecimiento a todos aquellos que siguieron mis crónicas con el corazón en un puño y hasta suspiraron aliviados cuando aterricé en Barajas. No se me ocurre nada más bonito que se le pueda decir a un periodista que ese «gracias por informarnos» que tantas veces he oído desde que volví.”
En octubre de 2002 el Pentágono invitó a la prensa a presentar sus solicitudes para asistir a un campamento de entrenamiento para periodistas de guerra. Hacía menos de un mes que George W. Bush se había dirigido al mundo desde el púlpito de Naciones Unidas para presentar al régimen iraquí de Sadam Husein como una amenaza mundial, y a exigir que admitiese de vuelta a los inspectores de la ONU.
Sadam lo hizo, pero la maquinaria de guerra ya estaba en marcha. Durante seis meses la Administración Bush restó importancia al insistente redoble de tambores que producía el despliegue de sus tropas en la zona, e insistió en que nada estaba decidido, que aún había tiempo para la paz. Llama la atención que el último de los cuatro entrenamientos para corresponsales de guerra estuviese ya entonces planeado para principios de febrero. A ese último conseguimos engancharnos dos periodistas españoles, Julio Anguita Parrado, por El Mundo, y yo, para los periódicos del Grupo Correo y Telecinco. Julio, porque lo había visto venir desde aquel octubre, fue uno de los primeros en mandar la solicitud y resultó tan persistente como deben ser los buenos periodistas. Cuando al fin recibió la invitación, estaba dirigida por error a Telemundo, una cadena de televisión hispana de EEUU que pertenece a NBC, y temió que al deshacerse el entuerto se frustrase el gran reportaje en el que estaba pensando.
Cuando yo la mandé, el lugarteniente Gary Keck me dijo que ya había 450 periodistas en la lista de espera, pero eso no logró desalentarme. También me acompañó la suerte y el estar al otro lado del teléfono dispuesta a salir corriendo con la mochila a cuestas por si había una cancelación. Sólo allí nos dimos cuenta de que los 120 periodistas en total, que durante seis meses habían accedido al entrenamiento, tenían muchas posibilidades de ser seleccionados para el novedoso proceso de acompañar a las tropas estadounidenses como empotrados, algo que no ocurría desde la guerra de Vietnam. Apenas diez periodistas de los sesenta que participaron en el curso de entrenamiento básico para los marines en la base militar de Quantico (Virginia) eran extranjeros, dos de ellos, nosotros. El Pentágono estaba invirtiendo en nuestra formación. Los gigantes de la información mundial, como Reuters, BBC y France Press, acaparaban el 20 por ciento destinado a periodistas del resto del mundo. Tuvimos que armarnos de argumentos, de locuacidad y de nuestras mejores dotes de diplomacia para convencer a las cabezas del Pentágono encargadas del programa de que merecíamos ser incluidos.
Durante los cinco días en los que hicimos una versión resumida del programa por el que pasan los marines en sus tres primeros meses hasta salir graduados de alférez, aprendimos a seguir moviéndonos con el sonido de las balas sobre nuestras cabezas, a subir y bajar de los helicópteros, a reconocer cada arma, a preparar raciones militares, a orientarnos con un mapa y una brújula y a caminar ocho kilómetros por la nieve con la mochila a la espalda.
No bastó. Cuando salimos de Quantico las cartas de la guerra ya estaban echadas, según nos dijo el mayor Timothy Blair, pero tampoco ahí nos conformamos. Habíamos aprovechado cada oportunidad que tuvimos para conocer a la gente adecuada y hacerles notar que existíamos y que estábamos tras la plaza. Era el momento de tirar de ellos para que se nos abrieran las puertas del edificio de cinco ángulos en Washington DC, donde nos presentamos ante los encargados del programa sin ser invitados. Por las pantallas de televisión de la cadena Fox, que estaban encendidas en las oficinas del Pentágono, vimos la imagen de Inocencio Arias, embajador español ante la ONU, acompañando a sus colegas americano y británico por los pasillos de la sede Naciones Unidas, camino de presentar la resolución que daba el ultimátum final a Irak. Le recordamos al coronel Jay Defrank que su Gobierno tenía el apoyo del español pero había perdido el de la opinión pública de nuestro país. Dejar a sus informadores a un lado no iba a ser de mucha ayuda para su causa.
La estrategia funcionó. El coronel sopesó los riesgos y las ventajas de tener a periodistas españoles entre sus hombres y decidió incluirnos. Al día siguiente recibiríamos por correo electrónico la larga lista de requisitos, certificados y material que deberíamos adquirir para perdernos con las tropas en el desierto. Todo quedaba a nuestras expensas, desde conseguir un visado hasta un casco en menos de una semana. Nuestra cita era el 5 de marzo de 2003 en el hotel Hilton de Kuwait, un complejo a las afueras de la capital que había sido tomado por los militares de la «coalición» para convertirlo en centro de prensa. Allí, después de cinco días de burocracia y preparativos, es donde empieza este libro, que ha sido escrito con la esperanza de poder contar lo que no cabe en las páginas de los periódicos.
Es el relato de una epopeya en la que perdieron la vida 6.000 civiles iraquíes, 170 soldados estadounidenses y británicos, doce periodistas, dos de ellos españoles y uno de estos mi mejor amigo, Julio, además de un número indeterminado de tropas iraquíes que probablemente nunca se conocerá. Fue un conflicto marcado por la búsqueda casi mitológica de unas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron y que quizás nunca existieron, o habían dejado de hacerlo muchos años atrás, pero este libro no es un manifiesto sobre la guerra o la política que la produjo, de la que ya se han vertido ríos de tinta. Se trata de narrar la cotidianeidad sobre la vida y la muerte entre los marines con un realismo descarnado que deje al descubierto las miserias propias y ajenas de quienes no actuábamos para una película de Hollywood sino para hacer nuestro trabajo y volver pronto a casa. Contar la situación a la que se enfrentan las mujeres en ese mundo machista al que damos por civilizado era prácticamente una obligación moral, muy por encima de los personajes concretos que finalmente son, por desgracia, sólo un ejemplo de una situación generalizada en la que las víctimas del acoso siempre salen perdiendo.
En pro de esa causa mayor he preferido cambiar la identidad de algunos de los que protagonizaron mis vivencias, y evitar así que la historia se centre en ellos.
147.00 hombres en 36.000 vehículos cruzaron la frontera entre Kuwait e Irak tras comenzar la invasión el 20 de marzo. Tardaron tres semanas en hacer los más de 600 kilómetros que les separaban de Bagdad, pero nada ni nadie dejó de moverse continuamente. Los convoyes militares atravesaron Irak por las zonas más aisladas, a campo través en esa planicie infinita donde las sofisticadas gafas nocturnas sucumbían a las tormentas de arena, y sólo el Global Position Sistema (GPS) logró que apuntaran siempre hacia Bagdad. Nunca comprenderé cómo hallan su rumbo los beduinos del desierto.
Los estrategas militares diseñaban la ruta buscando equilibrar una delicada balanza entre los rigores del terreno, los riesgos militares y las víctimas civiles, muertes que a su vez podían hacerles perder la batalla de la opinión pública, como ya ocurriese en Vietnam. Para conjurar al fantasma de Vietnam surgió la frase del general Tomy Franklyn, «We don´t body count»*, que sus hombres repitieron invariablemente hasta la saciedad cada vez que los miembros de la prensa preguntábamos por las víctimas iraquíes.
Es sólo un ejemplo de cómo funciona la disciplina militar y el tipo de hombres que forja. Cuando hablo de los marines, cuya media está entre 19 y 26 años, todo el mundo cree que lo peor sería aguantar a la tropa, pero mis grandes encontronazos fueron con los oficiales. Una buena parte de la tropa estaba constituida por jóvenes inseguros, desorientados, a los que los más recios siempre lograban alienar en su modelo de Rambo. Después de haber vivido entre ellos puedo entender que sea un método de supervivencia. Es un mal sitio para ser diferente, y aún peor para llegar crecido. Escuchar a un chaval de 19 años dándote órdenes a los 32 es difícil de llevar. Y no encenderte cuando alguien te dice continuamente lo que tienes que hacer y cómo lo tienes que hacer puede ser sofocante.
¿Cómo se puede llegar a sentir claustrofobia cuando se viaja a cielo abierto por el desierto en un camión militar? La mayoría de las veces no llegábamos ni a instalar tiendas. Sacábamos los sacos cada noche donde quiera que nos encontráramos y nos echábamos a dormir, lo mismo tumbados que sentados.
Lo hacíamos invariablemente, porque las noches del desierto en aquellos camiones metálicos con las lonas rasgadas por las tormentas de arena eran terriblemente frías. Uno llega a acostumbrarse a todo, esa fue una de las muchas lecciones que me dejó esta guerra. Aprendí lo útil que resultaba el chaleco antibalas para dormir sentado en el suelo de un camión alfombrado con sacos de arena apelmazada, que se clavaban como piedras pero que podían salvarnos la vida si nos explotaba debajo una mina. Llegué a pasar 27 horas seguidas en ese camión que levantaba una nube de polvo como la que seguía a John Wayne por el desierto de Arizona. Nunca pensé que podría sentirme tan identificada con los carromatos y las diligencias que atravesaban las anchas llanuras de los Estados Unidos hasta llegar al Salvaje Oeste. Nuestros indios particulares eran los fedajines iraquíes, que aparecían lanzando granadas en medio de la noche, vestidos de negro y con el rostro cubierto como ninjas.
No había ventanas ni puertas que cerrar con esas temperaturas que abrasaban los días en los camiones de carga militar, cuyo primer escalón de apoyo para subir era un tubo de hierro que me llegaba hasta la barbilla. Menos mal que encontré el truco para apoyarme en los bajos e impulsarme hacia arriba, pero de todas formas creo que no volveré a hacer tantas pesas en mi vida. Los marines, que tenían que subir y bajar en cada parada para tirarse a la cuneta apuntando con el fusil, se ayudaban unos a otros. Por eso me impresionó ver la agilidad con la que saltaba del camión casi sin ayuda un prisionero iraquí esposado, medio ciego y sin una mano, muñón vendado. La necesidad es la madre de la invención, como dicen los americanos.
Ningún otro mes de mi vida ha sido tan intenso, pese a que ha habido muchos dignos de recordar. Para cuando partimos, Julio llevaba siete años de corresponsal en Nueva York. Habíamos visto juntos desmoronarse las Torres Gemelas y estuvimos la noche del 11 de Septiembre de 2001 al pie mismo de sus ruinas incandescentes. Él había visitado a los prisioneros talibanes en Guantánamo y antes de mudarse a Nueva York había estado como enviado especial en Belgrado y el Sahara. Yo había pasado un año en San Francisco, cinco cubriendo México y Centroamérica, y cuatro en Nueva York.
No, no habíamos cubierto antes una guerra, pero tampoco éramos novatos. ¿Cuántos habían vivido desde Vietnam hasta Irak como para poder tener experiencia en el proceso del empotrado? ¿Acaso toda la experiencia del mundo pudo haber librado a Julio del misil que le quitó la vida el 7 de abril, a las puertas de Bagdad? Tuvimos que pasar por la macabra preparación de escribir nuestro grupo sanguíneo en el casco, el chaleco y la bota izquierda. Nos colgamos del cuello las llamadas chapas de perro, que nos sugirieron los militares. Una, para que se la lleve quien te encuentre y pueda reportar que estás muerto. La otra, para que se quede con el cuerpo y se pueda identificar el cadáver. Las mías volvieron conmigo a casa colgadas del cuello. De las de Julio no quedó nada. “Probablemente se fundieron”, me dijo el mayor Michael Weber cuando pregunté por ellas. Como todos sus sueños en el fragor de una guerra absurda de la que he sido testigo.